Mi historia
Mi relación con los caballos empezó desde que nací. Me crie en el campo, crecí entre sus patas y sus lomos. Entablé con ellos una relación natural, eran mis compañeros habituales, mis amigos. Para mí éramos lo mismo, la misma especie.

Tengo guardadas en la memoria imágenes claras de mis tardes de juego con ellos en el campo. Uno blanco, viejo, manso como pocos, se quedaba tardes enteras parado en la misma posición, sin mover ni una pata, para que no se nos desarmara la casita. La escalera de las camas cuchetas servía para movernos entre los pisos: el lomo era el dormitorio, debajo de la panza el living. Galopar en el don Manuel, gateado de crines negras, era el pasaje hacia mi mundo imaginario. Soñaba despierta, hablaba con ellos, descubría cosas, nunca me sentí sola. En mi adolescencia, tiempo turbulento para mí, fueron mi cable a tierra sin darme cuenta.
Fui petisera de mi padre -
la única mujer en un mundo completamente masculino-, incursioné en el salto, también en el polo, cualquier cosa que fuera a caballo me venía bien. Ahora, tantos años después, entiendo quizá lo que sucedía en el fondo, no era consciente de mi amor y pasión por los caballos. Simplemente sucedía y era lo normal para mí. Quería vivir con los caballos, dedicarme todo el tiempo a ellos, criarlos. Soñaba sin límite.
La película El corcel negro generó en mí tanta excitación que terminó de sellar mi deseo profundo de estar siempre con ellos. Soñaba con ser como el chico protagonista que salvaba a los caballos del sufrimiento y se convertían en amigos inseparables para siempre. Tan en el recuerdo de lo agradable me quedó esa película que cuando mis hijos crecieron se la hice ver, pero a ninguno le generó nada en especial, más bien se reían de mí, de lo antiguo que les resultaba todo, las imágenes no HD, el sonido. Aunque para mí volver a verla fue reencontrarme otra vez con mi sueño de niña.
Fui creciendo y dejando que mi sueño se entibiara. Dejé de creer en él, tal vez guiada por juicios y creencias de lo que debía hacer, de que ese no era un mundo para una mujer, que tenía que estudiar y triunfar en otro ámbito. En el interior hay un dicho muy usado que dice que Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires. Así que, como yo quería que me atendiera Dios, desterré totalmente la idea de los caballos y me fui a Buenos Aires cuando terminé el colegio. Quería triunfar, conquistar el mundo, estudiar, aprender, desafiar los límites, ser alguien importante. Al principio los extrañaba muchísimo. Cada fin de semana que podía volver a la casa de mis padres, me iba con los caballos a dar una vuelta, a estar con ellos. Pero, de a poco, la vida urbana me fue conquistando y me fui alejando cada vez más de ellos, tanto física como emocionalmente.
Estaba apasionada con mi nueva vida, con la universidad, con el trabajo, sentía el mundo en mis manos. Así que me saqué completamente de la cabeza la idea de dedicarme a los caballos. «Lo dejaré para otra vida», me consolaba a mí misma. Establecí mi vida en la zona norte de Buenos Aires, formé mi familia, tuve mis primeros dos hijos y me dediqué de lleno al trabajo profesional. Estudié Economía y me especialicé en Políticas Públicas, Medio Ambiente, Desarrollo Sustentable. Toda mi energía estaba puesta al servicio del bienestar del hombre y el medio ambiente. Me sentía feliz con lo que hacía, muy apasionada, entusiasta, todo me gustaba.
Hasta que la vida nos fue trayendo, tímidamente, al campo otra vez. Nos mudamos a Chascomús, a un lugar bellísimo, rodeado de agua y naturaleza para que nuestros hijos crecieran más serenos y pudieran estar en contacto pleno con lo esencial. Ahora vivíamos en el campo, aunque Dios atendiera en Buenos Aires. La primera señal que sentimos de que habíamos tomado una buena decisión fue que al mes de mudarnos me quedé embarazada por tercera vez, después de casi siete años de intentar infructuosamente quedar embarazada, aun con tratamiento y todo. Cuando decidimos cambiar de vida, acercarnos a la naturaleza y a una vida más serena, inmediatamente ahí llegó esta nueva alma a nuestras vidas con mensajes fuertes y claros para mí. Así lo he vivido. Mudarnos al campo fue el primer movimiento que abriría camino a mi sueño, otra vez. Esta es una zona ganadera, de campos con vacas y caballos. De pronto, empecé a ver caballos por todas partes, a mirarlos otra vez, dejé que volvieran a mi vida. Me compré algunos caballos para andar, para que los chicos aprendieran, para que los conozcan. A ninguno le generó lo que a mí de niña, pero la excusa sirvió para que me volviera a parar frente a ellos. Retomé la esencia del vínculo, esa sensación de poder hablar con ellos con mis gestos, con la mirada, con la presencia. Descubrí que, al final, mi modo de relacionarme con los caballos era puramente intuitivo y que mucha de esa comprensión que naturalmente tenía de ellos se enseñaba ahora y se validaba en las técnicas de doma y manejo natural tan de moda. La vida me estaba armando el escenario sin que yo fuera consciente del propósito de fondo.

Encuentro en los caballos un refugio, son mis mejores amigos, me divierto con ellos, son mis confidentes, mis pares. Pero hubo un punto de inflexión en este reencuentro. Mudarme de la ciudad al campo inició un camino de transformación profunda en mí. Me obligó a poner mi vida en punto muerto. Dejé de ser la profesional que andaba viajando por el mundo, o trabajando a tiempo completo en una oficina, para ocuparme de mi casa y de mis hijos. Implicó un gran choque de creencias y esto hizo que una parte de mí se empezara a desmoronar. Ser alguien para mí era ser profesional, reconocida, tener logros y éxitos en el mundo del trabajo y el estudio. No en la casa. Pero ahora me encontraba frente a esta nueva vida sintiéndome poca cosa, aunque una parte mía la hubiera elegido con convicción. Tan pequeña y de poco valor me sentía que realmente creía que no tenía sentido mi vida, ni todo lo que había hecho hasta ese momento, ni todo lo que había estudiado, ni la experiencia que tenía. Nada me servía para llenar un vació inmenso que crecía y se hacía cada vez más grande. Sí, tenía una familia lindísima, donde reinaba el amor y el buen trato, padres y hermanos, amigos, una hermosa casa, no me faltaba nada. Pero me faltaba todo. ¡Cuánta paradoja! Me sentía un barril sin fondo, nada se quedaba en mí, nada me llenaba por completo. Ser madre y ama de casa me parecía un desprecio frente a tanto que me había preparado para triunfar en el afuera. Pero el afuera ya no me llenaba. Me alejé del mundo de los estudios, el trabajo, los organismos internacionales, los gobiernos, todo me parecía de pronto sin propósito ni sentido. Ya no tenía cabida ahí. Pero tampoco la tenía en otro lado, me sentía en un limbo, inservible y frágil.
Un día decidí limpiar mi vida pasada y tirar todo, tal vez así podía aliviar el desasosiego que sentía. Ordené en cajas y en bolsas apuntes y libros de la facultad, de los miles de cursos y másteres que había hecho, acomodé ahí también mis títulos oficiales de economista y todo lo demás, y los mandé a tirar a la basura. Al día siguiente aparecieron los tubos con los títulos en mi escritorio. «¿Y esto?». «No sé», dice mi marido. «Estaban tirados en el medio del parque…». Me quedé petrificada, me senté y dejé correr miles de lágrimas por mi cara. Se habían caído misteriosamente en el trayecto hacia la basura. «Esto es muy fuerte», pensé. No puedo eliminar así una parte de mí, borrarla del mapa de mi historia. Esto también soy yo, aunque ahora sienta que gasté 40 años de gusto, tendré que integrarme, unirme, reinventarme. Lloré largamente, como pidiéndome perdón a mí misma por tanto destrato.
Mientras, Paloma iba creciendo y llenando mi vida de risa. Una risa que a mí me era esquiva motu proprio, pero ella era pura alegría, movimiento, música, palabra, y me fue contagiando un poco de vida. Me conectó con la danza y con la música, me invitó sutilmente a poner atención en el cuerpo y el movimiento. Y encontré la biodanza. Me zambullí en una búsqueda profunda de mí misma. Entré en espacios oscuros, densos, de vacío total, de no saber quién era, qué quería de la vida, para qué estaba. Empezaron las preguntas existenciales a hacer tambalear mi piso. Pero al mismo tiempo una parte de mí comenzó a sentirse viva.
Paradojas y contradicciones, caos, preguntas y más preguntas. Inicié un camino de búsqueda profundo, sentía que algo debía hacer o me iba a enfermar de tanta angustia y vacío. Pues, me enfermé. Tenía un lunar en la pierna que me lo saqué por estética. Después de unos cuantos meses de quedarme en el limbo, decidí ir a un cirujano. Esto abrió la puerta a un tsunami. Tengo cáncer. Todo el mundo se detuvo para mí, volví a detenerme, pero esta vez hubo algo diferente. El shock de la noticia me permitió experimentar una rara sensación de plenitud. Sí, de plenitud. Saliendo del médico con el papel de la biopsia en la mano, todo lo que me rodeaba se veía en cámara lenta y carente de sentido: los autos, el puesto de diarios, los negocios, la gente caminando apresurada, se veían como muñecos de juguete, todo de mentira, de ficción, mientras yo caminaba por el aire en busca del auto que me volvería a Chascomús.
Ese viaje de vuelta fue el inicio de algo nuevo. Experimenté un vacío liberador, me salí de mis límites físicos, se desdibujaron todos los bordes. Viajé 2 horas de vuelta hacia mi casa en total expansión de consciencia. Algo que nunca había experimentado. No había diferencia entre la ruta y yo, entre el auto y yo, entre el paisaje y yo. Éramos todo uno. Plenitud total, no hay muerte, no hay vida, me sentí inmortal, me sentí esencia y sustancia. Con lágrimas de éxtasis volví a mi casa. El cáncer me estaba abriendo una puerta para mí desconocida. El tsunami del cáncer me levantó por los aires, me revoleó y me dejó en otro lugar. Me permitió reinventarme, me dio permiso. Me conectó, indefectiblemente, con la muerte, con mi muerte, y eso me trajo más vida.
Empecé a dejar cosas que no quería, aunque sintiera que debía, empecé a escuchar mi corazón, a poner todo en duda, en evaluación, a volver a elegir. Empecé a sentirme a gusto siendo madre y ama de casa. ¡Cuánta liberación sentía! Empecé a conectarme con mis deseos profundos del corazón, dejando los mandatos y muchas creencias de lado. La vida me estaba regalando una gran carta blanca.
En este tiempo de reconstrucción apareció la escritura. Siempre había escrito para mí, descargando mis estados de ánimo en diarios o en papeles sueltos que nunca más volvía a leer, pero me servían para reciclarme. Esta vez empecé a compartir mis escritos con mis sentires, dolores y aprendizajes y encontré gran repercusión. Descubrí que los sentires humanos son más o menos los mismos, por supuesto, con matices, pero el sufrimiento nos atraviesa a todos despertando preguntas existenciales similares. Noté que compartir la palabra tenía sentido, y publiqué mi primer libro: Serendipia, poemas del alma, donde cuento en poesía, mi tránsito por los primeros años de enfermedad.
Más tarde escribí Semillas en mi herida, también de poesía, invitando a ver siempre la otra vereda del dolor, la flor en el barro. Fue en esta época del «barajar y dar de nuevo» cuando volvieron a aparecer los caballos. Frente al parate, al silencio y a la pausa que la enfermedad me invitó a hacer, la pequeña voz de los sueños se hizo escuchar. Sin dejar de boicotearme una y mil veces -qué voy a hacer a esta edad con los caballos, ya estoy grande, no voy a llegar a nada, voy a perder el tiempo, etc.-, pude sobreponerme a mis juicios y temores, y lanzarme. Hice cursos de doma, de manejo natural, de horsemanship, leí libros, practiqué con mis caballos, me compré unas potras para domar. Inevitablemente, fui llegando al mundo de la sanación, del desarrollo personal y del autoconocimiento con los caballos.
La voz interna de la niña que se pasaba tardes con los caballos hablando con la mirada volvió a dejarse escuchar. Los caballos me sanaron, no tengo dudas. La sanación no es solo la física, aunque esta también haya sucedido. Los caballos me conectaron con mi ser profundo, con mi alma, con el propósito de la vida, con la esencia del amor, de la belleza, del presente. Me llenaron de espiritualidad. Aunque al principio me costaba mucho dejarme atrapar por este mundo mágico, me resistía con mi mente controladora, me fui rindiendo ante la evidencia de lo que sucedía en mí. Tengo varios cuentos y situaciones mágicas que me sucedieron con los caballos que iré contando a lo largo del libro. Me sanaron no porque hicieran ellos un trabajo especial, sino porque me conectaron con mi ser.
Me volvieron a enchufar. Fueron los intermediarios, los ángeles o guías que me mostraron todo el tiempo un reflejo de mí, de mis dudas, mis miedos, mis conflictos, mis fortalezas, mi valor, mi intuición.

El trabajo de crecimiento, sanación y evolución es personal, nadie lo puede hacer por uno mismo. Pero sí podemos encontrar miles de manos y pistas para guiarnos en el camino. Los caballos y el silencio fueron, pues, mis grandes maestros. Descubrí que hay en mí, como en cualquier otro ser humano, un ser inmenso y sabio, puro de amor. Solo que tiene una voz tan suave que nunca se impone. Pero nunca se va. Está ahí hasta el momento que decidimos escucharnos y vernos. El silencio me invitó a sentarme tardes enteras en la naturaleza y observar. ¡Wow! ¡Acá están todas las respuestas! Encontré en la naturaleza la Gran Maestra. Me habló de la armonía, de la desarmonía, del caos, del orden, de los ciclos, de la luz y de la sombra, de la vida, de la muerte, del instinto de vida y del poder que subyace a todo. Como la flauta encantadora, fue despertando mi serpiente interna. Y volví a nacer. Una vez más.
Así nació Caballo Alado. Para servir de espejo donde muchas almas puedan ver su luz pura, reencontrarse, sanar, desplegar sus alas. He encontrado que el cielo existe aquí, en la tierra. Solo es cuestión de elegir y compartir, para inspirarnos unos a otros.
Han pasado por aquí muchísimos seres haciendo talleres, sesiones personales, encuentros, rituales. Se han abierto puertas e iniciado caminos transformadores con solo permitir que ellos y la naturaleza nos hablen y nos vuelvan a unir con lo esencial de nosotros. Los caballos están siendo los maestros y guías de muchos, cada vez más.
Ese es el propósito de este libro. Contar mis experiencias y aprendizajes con los caballos para que otros puedan explorar su parte, abrir sus ojos y su corazón a un mundo que ya existe hace mucho más que nosotros y tiene mucho para decirnos, solo que nosotros recién lo estamos redescubriendo y valorando.
Deseo que todo aquel que tenga alguna inquietud, pregunta, interés o curiosidad por los caballos y el vínculo con nosotros, seres humanos, despierte aún más sus ganas de explorar y abra más sus ojos y su corazón, para dejar escuchar su suave voz interna. Las pistas para volar están al alcance.